Adoraba
su peculiar manera de sujetarse el pelo, sus elegantes pañuelos en el cuello, y
hasta sus enormes gafas de color cereza. Siempre había pensado que no
destacaban sus preciosos ojos, pero aquel día frente al mar estaba
espectacularmente hermosa. Hablaba sin parar mientras la marea empezaba a
salpicar sus pies descalzos, pero él estaba tan pendiente de sí mismo que no
parecía escucharla.
Adoraba
también sus enfados, porque a ellos les seguían esos hoyuelos que se dibujaban
en torno a sus labios cada vez que sonreía. Pero aquel día no hubo ninguna
señal de calma. Él ya había decidido envejecer a su lado, y quizás por eso no
ha vuelto a ver el mar. Un "se acabó" sonaba con fuerza sobre la
arena, salvaje como el sonido del rompeolas que acababa de devolverle a la
realidad. Ella se había cansado de esperarle siempre. Ella, su princesa...
Por más
que le dijera todo lo que le adoraba, ya no había nada que hacer. Era muy tarde
para empezar a demostrar lo que no le dijo nunca: se le habían pasado el tiempo
y las oportunidades.
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