1 de septiembre de 2012

Preguntas al aire. Capítulo I.

Eran las seis de la mañana, y él ya había decidido empezar con la rutina de ese nuevo día. No podía seguir dando vueltas en la cama, esperando el despertar del sol. Se había cansado. De todo. 

Primero puso su pie derecho sobre el suelo. Después el izquierdo. Nunca había sido supersticioso, pero últimamente ya no sabía qué pensar. Descalzo pudo llegar hasta el baño, dos habitaciones más allá, al fondo a la derecha. El espejo era cruel a esas horas. Unos rizos enmarañados, ojos hinchados y alguna que otra legaña. Cosas del despertar, pensó. Aún era un chaval y no podía evitar sentirse viejo. Era como si el tiempo hubiera decidido acabar despiadadamente con sus ganas, con esa vitalidad que antaño irradiaba.

En aquel pasillo diáfano seguía toda la ropa que había tirado la noche anterior, tras regresar de una indecente borrachera. Las paredes rezumaban un fuerte olor a tabaco. Las cortinas empezaban a amarillear, como los libros viejos que nadie lee. Una mezcla explosiva que le transportaba hasta su antiguo hogar, hogar de fumadores. Él había crecido entre unos padres que no dejaban consumir ningún cigarro, unos padres nerviosos, abandonados a su destino tras el humo de aquella droga.

Suspiró, como el que carga en un instante una pistola llena de recuerdos capaz de matar a cualquiera con una sola bala. Tomó su enorme taza de café recalentado al microondas, y fue directo hacia el sofá. Fuera, el pequeño jardín que en su día le impulsó a comprar aquella casa, seguía recibiendo el agua de una lluvia fina que no parecía cesar. El duro invierno de la zona a menudo helaba todo signo de vida vegetal que pudiera imaginarse, así como innumerables corazones de jóvenes abatidos. No eran buenos tiempos para los indecisos, los románticos o los emprendedores. El invierno se llevaría por delante cualquier elección y cualquier ilusión infundada o no. 

Su café se había enfriado. Sin darse cuenta, había consumido sin piedad su última cajetilla. Y a las seis de la mañana de un domingo como aquel era muy complicado encontrar algún bar o estanco abierto. Miró fijamente a la lamparita del techo. ¿Cuánto tiempo llevaría encendida aquella ridícula bombilla? Él siempre la había conocido inmóvil en ese mismo lugar. Nunca se había visto obligado a sustituirla por otra. Nunca le había fallado. 

De lleno en sus pensamientos sintió que su corazón ardía, como la paja que prende a la más mínima chispa que encuentre en su camino. Ya no podía más. Su cansancio se había convertido en polvo. Ya no entendía nada. No podía dejar de preguntarse qué día cambió su suerte. Cómo o de qué manera había perdido todo lo que le mantenía unido a la vida; viviendo.

La vida se había portado bien con él, hasta el momento. Nunca pedía demasiado, y solía apreciar todo lo que ésta le regalaba. No es que fuese asiduo a ello, pero al menos una vez al año intentaba realizar buenas acciones en agradecimiento. Pero una noche llegó a casa tras el trabajo, y ella ya no estaba. Se había marchado, haciéndole dudar de su existencia por un instante.

No había dejado nada; ni una triste nota pegada en la nevera. Ni un mensaje en el contestador. Ni una sola camisa en su armario. Nada. Había desaparecido por completo, sin dar explicaciones y sin pinta de querer volver. El destino caprichoso había decidido alejarla. Y desde entonces en su jardín ya no crecía nada. Ya sólo podía esperar a que ella, u otra como ella, llenase de nuevo una vida insustancial, repleta de preguntas sin respuestas; de laberintos imposibles de recorrer. Alguien capaz de llenar de luz una maleta oscura, tenebrosa y apática. Ya no podía hacer nada. Se había quedado solo, solo con sus miedos y sus penas. Solo. Sin consuelo alguno, sin ese hombro donde llorar, sin un pañuelo donde secar tanta lágrima.

Él también había tocado fondo. Un fondo interminable. De la cocina salía un intenso olor a comida quemada. Sus pensamientos le habían hecho olvidar la tostadora. ¿Qué sentido tenía todo aquello...? 

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