Es cierto, todos sufrimos diferentes problemas a lo
largo de nuestras vidas, y casi todos salimos victoriosos de ellos. Dicen que
con el tiempo la mente tiende a recordar sólo lo bueno y a olvidar lo malo.
Quizás por eso el ser humano tropieza tantas veces en la misma y única piedra,
no lo sé.
También es cierto que magnificamos nuestra mala suerte;
la sobre-estimamos y creemos que lo nuestro es siempre lo peor. No importa si
has suspendido un examen, si te ha dejado tu pareja, si la situación en casa es
insostenible o si te vas a morir mañana. Sea como sea, nuestro problema siempre
es único, y nadie puede entendernos. Puede que otros hayan pasado por lo mismo
anteriormente, pero nosotros nos encargamos de añadirle a nuestro problema un
carácter propio y especial que lo diferencia irremediablemente del resto. Somos
así, todo lo malo nos sucede siempre a los mismos y nunca a los demás. ¡Qué
curioso que el otro 50 por ciento, el de los afortunados, piense lo mismo que
nosotros, los tremendamente gafados!
Y es que el nivel en el que engrandecemos nuestros
males es proporcional al nivel en el que éstos disminuyen para el resto.
Indistintamente, siempre habrá alguien ahí que te diga que eso no es nada y que
no te preocupes demasiado, igual que siempre habrá alguien que te diga que no
puedes hacer nada para arreglarlo y consiga que te lo creas. Pero ojo, siempre
se puede hacer algo aunque sólo sea por ti (otra cosa es que no sepamos cómo,
cuándo ni qué).
Yo personalmente, siempre he creído que hay dos
tipos de problemas: los problemitas pequeños que nosotros mismos inventamos, y
los problemas serios que se nos escapan de las manos sin quererlo. Por
desgracia, esos problemas que no somos capaces de abarcar a menudo se mezclan
con pequeños problemitas que inventamos, y cuando esto pasa estamos
irremediablemente perdidos y el mundo se nos cae encima. Es así, nunca falla...
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