Existen, y son más de los que imaginamos. A menudo
no somos capaces de verlos, pero no por eso dejan de convivir entre nosotros.
Personas que cada nuevo día se levantan de la cama sonriendo, aunque sepan que
el futuro que les espera no es para nada esperanzador. Personas que, aunque se
mueren por dentro, no dejan a nadie en la estacada.
Gente cotidiana, rostros con los que cruzamos la
mirada en la esquina de cualquier calle, seres anónimos que no buscan lo
extraordinario de ser reconocidos como grandes héroes. Gente que sostiene
nuestra mano e hipoteca su vida por vernos bien. Gente que acepta lo que les ha
tocado vivir sin rechistar, y saluda al mundo con los ojos bien abiertos. Esa sutil
diferencia entre las ganas puras de reír, y las sonrisas que enmascaran mil
quinientos días de mierda en los que deseaste terminar con el mundo entero.
Corazones que cuidan de su propio jardín en lugar
de esperar a recibir unas flores; que buscan el oasis del desierto para no
morir de sed. Días en los que no encuentras el sentido de la vida en este mundo
cargado de injusticias, sin recordar a los que se dejan la piel peleando por
salir adelante.
A menudo no podemos ser más egoístas, más
insensatos y menos coherentes. A menudo me cuesta horrores comprender cómo
narices podemos ser tan protestones cuando aquellos que en realidad tienen
derecho a serlo se comportan como auténticos HÉROES.
Porque en cada parte de este planetita con vida
existe un héroe único, especial, de los que no salen en las pantallas de los cines.
Cotidianos, anónimos; héroes de calle. Héroes a los que admiro, y que hacen que
la vida recobre la importancia que se merece.
Desgraciadamente, no podemos evitar que
tropiecen, pero sí ofrecerles nuestra mano para intentar que no caigan.
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