Si
de algo estoy segura en esta vida es de que la (son)risa es el mejor regalo que
podemos hacer(nos). Por eso, una de las profesiones que más dulzura me provocan
es la de ser payaso. De un modo u otro, siempre consiguen sacar una sonrisa a
gente a la que ni conocen, y que probablemente en más de una ocasión no está
teniendo el mejor día de su vida. Son especiales. Tienen una magia y una fuerza
natural.
Ser
payaso se lleva en el corazón, en las ganas de querer hacer feliz a los demás
aunque sea sólo por un momento. Se necesita mantener encendida la inocencia de
los niños, su curiosidad, y su falta de sentido del ridículo. Ser payaso es ser
un niño grande, y saber llevarlo con orgullo y con pasión. Y es que no es
sencillo provocar una sonrisa -mucho menos una gran carcajada- y por eso no
todos valemos para esta profesión.
Lo
jodido de este gran trabajazo es que, si se pierde la sonrisa, se pierde la
razón de ser. Es complicado actuar como payaso a tiempo completo, y conseguir
dejar a un lado la vergüenza o el pudor que estorba cuando tratamos de hacer
reír a alguien. No siempre hay ganas de hacer el payaso, pero siempre hay
alguien que necesita a uno cerca. Ojalá todos fuésemos capaces de hacer reír a
quien nos importa, de cargarnos sus malos ratos y sustituirlos por un puñado de
globos, de naricillas rojas y, por qué no, de sonrisazas enormes de esas que te
hacen más guapo. Y ojalá todos tuviéramos la gran suerte de poder contar con
uno de esos payasos que harían cualquier cosa por hacernos reír, y que con su
don especial nos enseñan a ser nosotros mismos sin pensar en nada más. Porque
sabemos que los malos rollos no van a dejar de existir, pero es bueno saber que
puedes vivir con ellos.
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