15 de abril de 2015

La magia de los payasos.

Si de algo estoy segura en esta vida es de que la (son)risa es el mejor regalo que podemos hacer(nos). Por eso, una de las profesiones que más dulzura me provocan es la de ser payaso. De un modo u otro, siempre consiguen sacar una sonrisa a gente a la que ni conocen, y que probablemente en más de una ocasión no está teniendo el mejor día de su vida. Son especiales. Tienen una magia y una fuerza natural.

Ser payaso se lleva en el corazón, en las ganas de querer hacer feliz a los demás aunque sea sólo por un momento. Se necesita mantener encendida la inocencia de los niños, su curiosidad, y su falta de sentido del ridículo. Ser payaso es ser un niño grande, y saber llevarlo con orgullo y con pasión. Y es que no es sencillo provocar una sonrisa -mucho menos una gran carcajada- y por eso no todos valemos para esta profesión.


Lo jodido de este gran trabajazo es que, si se pierde la sonrisa, se pierde la razón de ser. Es complicado actuar como payaso a tiempo completo, y conseguir dejar a un lado la vergüenza o el pudor que estorba cuando tratamos de hacer reír a alguien. No siempre hay ganas de hacer el payaso, pero siempre hay alguien que necesita a uno cerca. Ojalá todos fuésemos capaces de hacer reír a quien nos importa, de cargarnos sus malos ratos y sustituirlos por un puñado de globos, de naricillas rojas y, por qué no, de sonrisazas enormes de esas que te hacen más guapo. Y ojalá todos tuviéramos la gran suerte de poder contar con uno de esos payasos que harían cualquier cosa por hacernos reír, y que con su don especial nos enseñan a ser nosotros mismos sin pensar en nada más. Porque sabemos que los malos rollos no van a dejar de existir, pero es bueno saber que puedes vivir con ellos.

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